Por Antonio Lopera
... La canoa era un cómodo transbordador
de personas y bultos, del porte de un mediano pesquero local, con una toldilla
que cubría los asientos, donde nos acomodábamos con el equipaje, disputando al
resto del pasaje un lugar en los bancos de las amuras, desde los cuales –si
sacabas medio cuerpo por la borda cuando nadie reparaba en tí- había una visión
privilegiada de la proa del artefacto rasgando el agua oscura de la ría, vibrante
fenómeno que nos transmitía una insólita sensación de autoridad y seguridad, al
reconocer quizá en aquella máquina petardeante el poder real de trasladarnos
–por fin- directamente y sin interferencias al paraíso.
Desembarcar en “el muelle de la
canoa”, bajo un sol inclemente y envueltos en el vaho del olor húmedo a salitre
y pesca podrida, certificaba el éxito de la expedición. Seguía el acarrear
trabajosamente todos nuestros pertrechos hasta la cercana casa de mis tíos, a
través de pasarelas de maderas tendidas sobre la impisable arena ardiente, operación
que, lejos de constituir otra enojosa prueba, era visto sin más como el último y
definitivo trámite en la conquista de la libertad. Como no solíamos llevar
bultos excesivamente voluminosos ni pesados, el trayecto lo hacíamos a pie, sin
necesidad de recurrir al traslado de la impedimenta en borricos al punto, como
les sucedía a los veraneantes estables, cargados de maletones, baúles,
colchones y demás enseres. (Con todo, jamás pude sacarme la espina de no haber
tenido la oportunidad de disfrutar de aquel medio de transporte).
A partir del aposentamiento en la casa
comenzaba una trepidante sucesión de libérrimas actividades, apenas jalonadas
por la concurrencia obligada a almuerzos y cenas. El resto del tiempo se
distribuía entre la playa en pandilla, las visitas a casas de otros niños
provistas de algún aliciente especial –una mesa de ping-pong, una decrépita
bolera al aire libre, una alberca, o una vieja barca varada en el patio…-, las
incursiones a parajes prohibidos, como las fangosas márgenes de la ría,
pobladas de traidores remolinos que engullían a los bañistas imprudentes, según
se afirmaba con precisión estremecedora, etcétera. Todo ello constituía una magnífica
y aleatoria oferta de atractivos, rematada casi a diario por el gran
acontecimiento nocturno de las veladas en el Cinemar San Fernando, a las que
acudíamos excitados, somnolientos y requemados por el sol. ...
El Cinemar San Fernando antes de desaparecer |
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