30 de agosto de 2014

LA ESPERA

"La espera" Acrílico sobre tela. 120 x 82 cm
Javier Aguilera Rojas.
Año 2002. Colección particular

Agosto de 2013
Sobre el suelo de madera del corredor se había quedado abierta la novela de Héctor Abad: El olvido que seremos, un homenaje a la heroica vida del padre del escritor; el vestido amarillo cubría ahora su piel bañada por el viento foreño; los esterones de esparto, enrollados, dejaban que la brisa se deslizara entre las barandas verdes del corredor; el jarrón rojo estaba lleno de las flores agrestes de las retamas que se habían adueñado de una parte de las dunas. Miraba al horizonte -¿estarían allí las ninfas?-  protegiéndose con la mano los reflejos del sol todavía alto, y rebuscaba en su interior aquellos recuerdos salobres de un pasado no tan lejano.

La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos.

Ya casi al final, y contagiada por ese canto al amor paterno filial que el escritor colombiano relata en su novela, cuando las últimas páginas cuentan, con una precisión casi impúdica, la horrible muerte de su padre asesinado a quemarropa, había releído una y otra vez, antes de fundir su mirada con la lejanía del mar, aquel poema de Borges, contenido en el relato Abad, que da el título a la novela:

Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán, y que es ahora,
todos los hombres, y que no vemos. 

Tanto sufrimiento, ¿por qué? ¿Fue acaso capaz de ponerse en su lugar, de “padecer con”?, es decir, ¿de compadecerse de su desgracia, de imaginar lo que podía estar él sufriendo? Siempre estuvo en su corazón, ¿Tuvo la valentía de quererlo suficientemente? Y de nuevo las palabras del colombiano, salpicadas aquí y allá en le texto, le daban ciertas claves para entender algo.

La compasión es, en buena medida, una cualidad de la imaginación: consiste en la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de imaginar lo que sentiríamos en caso de estar padeciendo una situación análoga…

Si recordar es pasar otra vez por el corazón, siempre lo he recordado…

Solo es valiente quien puede permitirse el lujo de la animalidad que se llama amor al prójimo, y que es lo específicamente humano.

Septiembre de 1970
A la sombra de las cortinas sobre el amplio corredor de madera, la tumbona amarilla sostenía su cuerpo cansado. Estaba inmerso en la lectura de la inquietante novela de Dino Buzatti regida, en palabras de Borges, por el método de la postergación indefinida, casi infinita. La indecisión ante el futuro, la incertidumbre de cada acontecer de la vida. Las palabras de El desierto de los tártaros le habían capturado hasta ese lugar que tiene a veces la literatura en el que el lector se identifica, y casi se funde, con el personaje construido por el autor. Sobre sus años las frases que encadena Buzatti se entrelazan en su propio pasado haciéndose suyas mientras el sol tiñe el cielo de los colores que preceden a la noche.

Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años trascurren lentos y con paso imperceptible, por lo que nadie nota su marcha. Caminamos plácidamente, mirando en derredor con curiosidad, no hay necesidad alguna de apresurarse, nadie apremia por detrás y nadie nos espera… Desde las casas los mayores saludan comprensivos y hacen señas para indicar el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con deseos heroicos y tiernos, se saborean, la víspera, las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, es cierto, absolutamente cierto, que un día llegarán…
Pero en determinado momento, casi instintivamente, volvemos la vista atrás y vemos que una verja se ha cerrado a nuestras espaldas y corta el camino de regreso. Entonces sentimos que algo ha cambiado, el sol, ya no parece inmóvil, sino que se desplaza, ¡ay!, rápidamente, apenas hay tiempo para mirarlo cuando ya se precipita hacia el confín del horizonte, nos damos cuenta que las nubes ya no se estancan en las azules ensenadas de los cielos, sino que huyen amontonándose unas sobre otras, con su ansiedad; comprendemos entonces que el tiempo pasa y que el camino deberá acabar algún día.
Parecía ayer y, sin embargo, el tiempo había trascurrido igual con su inmóvil ritmo, idéntico para todos los hombres, ni más lento para quien es feliz ni más veloz para los desventurados.

Algunas de las cosas que lee le dejan inquieto y se revuelve dejando por unos momentos la lectura para permitir que el suave balanceo de las cortinas tejidas con esparto se mezcle con el murmullo desacompasado del mar para conseguir una cierta paz, ante tanta sensación de soledad por la ausencia de ella.


Los hombres aún cuando se estimen, permanecen siempre distantes, si uno sufre, el dolor es totalmente suyo, ningún otro puede hacerse cargo ni siquiera de una parte mínima, si uno sufre, no por ello sienten los otros dolor, aún cuando haya gran amor por medio, y eso provoca la soledad de la vida.

Antigua casa de madera,  construidas por los ingleses de las minas de Río Tinto a finales del siglo XIX, llamadas "casas de salud", sobre los arenales de Punta Umbría.
Estado a finales de los años 60, ya deshabitada, poco antes de su demolición.
Fotografía: Javier Aguilera Rojas



24 de agosto de 2014

LA CASA DE MADERA SOBRE LA ARENA


Fragmento del cuadro titulado
"Viento foreño" de
Javier Aguilera Rojas. 90 x 45 cm. Acrílico sobre tela. Año 2007. Colección particular


Casi enseguida, al llegar, la placidez se apoderó de ella. La luz, sobre las paredes  muy blancas, llenaba la atmósfera. Los lienzos con los paisajes de dunas inundaban la estancia. Los suelos de tablas de maderas, ya desgastadas por el paso de los años, crujían a su paso. Las grandes cortinas de gruesas lonas verdes se balanceaban en los corredores exteriores con el viento atlántico del sudoeste. El mar acometía a bocanadas la arena de la playa. Se llenó de esa indefinible sensación de paz que siempre tenía cada vez que llegaba a la casa. Aquella aureola púrpura de la ninfa se reflejaba todavía en los cristales de la ventana del comedor.

Sus cuadros de juventud, allí colgados, que tantas veces le parecieron ingenuos y torpes, le trasmitían ahora el recuerdo de aquella época pasada y se convertían, en imágenes coloristas y llenas de una espontaneidad que, de repente, le pareció que ya no tenían sus pinturas de ahora. Esa nueva visión de su obra temprana no le produjo turbación. La trasladó a aquellos momentos iniciales en los que se decidió a coger los pinceles por primera vez. Todo era búsqueda y emoción entonces. La alegre ninfa que habitaba en la laguna marina, ¿habría muerto? ¿Mueren ellas acaso, o permanecen dormidas esperando la vuelta?

Había subido la escalera de madera con los ojos llenos de claridad. Arriba, Fauno, lo había dejado todo dispuesto como siempre. Los muebles colocados en el corredor, la hamaca de vivos colores colgada en su ganchos, la despensa bien provista, la vajilla de loza, limpia, la cama hecha, con las sábanas blanquísimas de hilo y el mosquitero listo. Dejó sus cosas sobre la gran mesa de madera al lado del cuaderno con los dibujos de su casa de madera sobre la arena, se desnudó lentamente y se asomó hacia el horizonte, dejando que la brisa empapara su cuerpo y trayendo a su memoria las imágenes del espectáculo de unas nubes ardiendo sobre el atardecer de una tierra agreste. Él, con sus cabellos color de mar, estaba lejos ahora, posiblemente en aquella misteriosa casa de la montaña.



Dibujos del ÁLBUM DE PUNTA UMBRÍA de Javier Aguilera Rojas, publicado por editorial MAIREA. Año 2014