"La espera" Acrílico sobre tela. 120 x 82 cm Javier Aguilera Rojas. Año 2002. Colección particular |
Agosto de 2013
Sobre el suelo de madera del corredor se había quedado
abierta la novela de Héctor Abad: El
olvido que seremos, un homenaje a la heroica vida del padre del escritor;
el vestido amarillo cubría ahora su piel bañada por el viento foreño; los
esterones de esparto, enrollados, dejaban que la brisa se deslizara entre las
barandas verdes del corredor; el jarrón rojo estaba lleno de las flores
agrestes de las retamas que se habían adueñado de una parte de las dunas.
Miraba al horizonte -¿estarían allí las ninfas?- protegiéndose con la mano los reflejos del sol
todavía alto, y rebuscaba en su interior aquellos recuerdos salobres de un
pasado no tan lejano.
La memoria es un espejo opaco y vuelto
añicos o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos
desperdigadas sobre una playa de olvidos.
Ya casi al final, y contagiada por ese canto al amor paterno
filial que el escritor colombiano relata en su novela, cuando las últimas
páginas cuentan, con una precisión casi impúdica, la horrible muerte de su
padre asesinado a quemarropa, había releído una y otra vez, antes de fundir su
mirada con la lejanía del mar, aquel poema de Borges, contenido en el relato
Abad, que da el título a la novela:
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán, y que es ahora,
todos los hombres, y que no vemos.
Tanto sufrimiento, ¿por qué? ¿Fue acaso capaz de ponerse en
su lugar, de “padecer con”?, es decir, ¿de compadecerse de su desgracia, de
imaginar lo que podía estar él sufriendo? Siempre estuvo en su corazón, ¿Tuvo
la valentía de quererlo suficientemente? Y de nuevo las palabras del colombiano,
salpicadas aquí y allá en le texto, le daban ciertas claves para entender algo.
La compasión es, en buena medida, una
cualidad de la imaginación: consiste en la capacidad de ponerse en el lugar del
otro, de imaginar lo que sentiríamos en caso de estar padeciendo una situación
análoga…
Si recordar es pasar otra vez por el
corazón, siempre lo he recordado…
Solo
es valiente quien puede permitirse el lujo de la animalidad que se llama amor
al prójimo, y que es lo específicamente humano.
Septiembre de 1970
A la sombra de las cortinas sobre el amplio corredor de
madera, la tumbona amarilla sostenía su cuerpo cansado. Estaba inmerso en la
lectura de la inquietante novela de Dino Buzatti regida, en palabras de Borges,
por el método de la postergación indefinida, casi infinita. La indecisión ante
el futuro, la incertidumbre de cada acontecer de la vida. Las palabras de El desierto de los tártaros le habían
capturado hasta ese lugar que tiene a veces la literatura en el que el lector
se identifica, y casi se funde, con el personaje construido por el autor. Sobre
sus años las frases que encadena Buzatti se entrelazan en su propio pasado
haciéndose suyas mientras el sol tiñe el cielo de los colores que preceden a la
noche.
Hasta entonces había avanzado por la
despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece
infinito, por el que los años trascurren lentos y con paso imperceptible, por
lo que nadie nota su marcha. Caminamos plácidamente, mirando en derredor con
curiosidad, no hay necesidad alguna de apresurarse, nadie apremia por detrás y
nadie nos espera… Desde las casas los mayores saludan comprensivos y hacen señas
para indicar el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza
a latir con deseos heroicos y tiernos, se saborean, la víspera, las cosas
maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, es cierto,
absolutamente cierto, que un día llegarán…
Pero en determinado momento, casi
instintivamente, volvemos la vista atrás y vemos que una verja se ha cerrado a
nuestras espaldas y corta el camino de regreso. Entonces sentimos que algo ha
cambiado, el sol, ya no parece inmóvil, sino que se desplaza, ¡ay!,
rápidamente, apenas hay tiempo para mirarlo cuando ya se precipita hacia el
confín del horizonte, nos damos cuenta que las nubes ya no se estancan en las
azules ensenadas de los cielos, sino que huyen amontonándose unas sobre otras,
con su ansiedad; comprendemos entonces que el tiempo pasa y que el camino
deberá acabar algún día.
Parecía ayer y, sin embargo, el tiempo había
trascurrido igual con su inmóvil ritmo, idéntico para todos los hombres, ni más
lento para quien es feliz ni más veloz para los desventurados.
Algunas de las cosas que lee le dejan inquieto y se revuelve
dejando por unos momentos la lectura para permitir que el suave balanceo de las
cortinas tejidas con esparto se mezcle con el murmullo desacompasado del mar
para conseguir una cierta paz, ante tanta sensación de soledad por la ausencia
de ella.
Los hombres aún cuando se estimen,
permanecen siempre distantes, si uno sufre, el dolor es totalmente suyo, ningún
otro puede hacerse cargo ni siquiera de una parte mínima, si uno sufre, no por
ello sienten los otros dolor, aún cuando haya gran amor por medio, y eso
provoca la soledad de la vida.
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